domingo, 8 de julio de 2012

Cabeza pestilente.

El universo se encalló en la profundidad de mi cabeza. Mi cráneo funciona como contenedor de personas diminutas que creen tener una vida propia y real; con sentimientos en sus corazones; electricidad en sus huesos; oxigeno en sus pulmones. Donde viven las montañas lejanas que sirven de cortinas al llegar el atardecer, y procurar que la noche se haga lo más complaciente a los sueños mortales. Con aquellos murciélagos mutilados que caen a los abismos de mi sentimentalismo. La abertura de mi cabellera es la que derrama la cascada que baña los océanos de cabellos muertos en la vejez de la canocidad que mis ojos ciegos reflejan en el espejo roto que azoté con el látigo que lastimó a un pueblo entero perdido en la prehistoria de las memorias de mártires sin brazos; la estrella que cruza el cosmos entero en las rieles de hielo para llevar a esos gorilas fosilizados en tantos vagones luminosos que destellan en la lejanía de insectos humanos parloteando cincuenta nombres de bestias arremedadas en ocho países de mentira. El mundo se siente solo sentado en la inmensa negrura cuando las luces se apagan bajo el hechizo de la bruja maldita deseosa de almas encadenadas a un collar de perlas sin valor pero con un sabor que los dioses imaginarios se devoran la existencia con su hambre voraz. Todo dentro de mi cabeza. 

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