(Un cuento de Alex S. Förtner)
Todo
el alumnado del instituto de preparatoria admiraba a Victorino por el esplendor
divino de su dentadura. Perfecta como si fuera irreal, dientes delineados en
una forma cuadrada, alineados como soldados en un batallón, imperturbables,
fusionando su olor menta con las corrientes de aire que cruzaban por su boca.
Su secreto pernoctaba que cada diente no contenía calcio, sino que tenían el
mismo material de las tabletas de goma de mascar, combinados con una fórmula
que los hacía irrompibles como huesos dentales.
Enamorado
de una niña de piel morena, ojos negruzcos, labios gruesos llenos del deseo de
besarla, con un cuerpecito de princesa que sostenía su cabeza redonda cubierta
de su cabellera perfumada a fresas salvajes. Verónica, con ese nombre bíblico la
bendijeron, sentía sus miradas desde su espalda, ella correspondía con ciertos
guiños discretos, sonriéndole en el receso, dedicándole sus miradas reciprocas;
él escribiendo sus poemas amateur llenos de sentimientos pueriles, sonriendo
con cada acto que su doncella realizaba.
Llevaban
todo el curso tirándose indirectas de
romance, pronto cansados de una rutina sin resultados, Victorino, se
acercó en un instante de viernes, sin pensamientos razonables; se sentó a su
lado; platicaron, rieron, hasta quedar en una pequeña cita el sábado por la
mañana.
El
comentario anduvo en bocas de los interesados, conocidos o amigos secundarios,
llegando a oídos de Ramsés, eterno busca problemas, con un sólo signo de
ternura en su corazón, escrito con las letras de Verónica; sintió esa
electricidad absurda de defender lo que no le pertenece, de saber quién era
Victorino más allá de su sonrisa.
Por
las noches, su ritual se llevaba a cabo, Victorino se quitaba con cuidado la
dentadura, despegando con lentitud el pegamento vocal. Quedaba chimuelo,
despojado de su atractivo visual. Colocaba la corona dental en el estuche de
vidrios cristalinos encima del buro junto a su cama. Lamía sus encías rosadas,
vacías de cualquier blancura. Se quitaba las ropas cotidianas, se quedaba casi
desnudo, sólo con su ropa interior. En busca de su reflejo pintado en los
espejos del baño, los demás integrantes de su familia, se achocaban a sus
costados, tratando de robarse un cacho de espejo, para mirarse, mientras se
cepillaban sus dientes, ignorando la triste cara de un joven sin la virtud de
sonreír sin la falsa sonrisa ahora guardada en una cajita diáfana. La madre,
histérica en cuanto a seguridad, siempre cerraba con cuatro candados la puerta,
esa noche no fue la excepción, sin embargo, olvidó cerrar la ventana del cuarto
de su hijo mayor, Victorino, la única que no tenía protector, endeble ante la
penetración de los bandidos. Apagaron las luces, excepto de la habitación del
joven enamorado, porque dormía con los focos fulgurando su resplandor eléctrico,
una manía que no lograba erradicar desde pequeño. Los silencios nocturnos
invadieron los pasillos, la sala, y los cuartos independientes, interrumpidos
por el crujir de las sabanas, o por el ronroneo de las respiraciones. Ramsés
rompió el meriñaque de la ventana, sin molestar a las ánimas que flotaban en la
inconsciencia del sueño. Entro con la agilidad de un felino, escalando el
alfeizar con sus manos arácnidas. Se arrastró por los suelos, camuflándose
entre los mosaicos. La luz no le ayudaba en su hazaña, no era la primera vez
que entraba sin permiso a una morada, sólo parecía ser un entrenamiento de
rutina. Con los ojos leopardos asechó cada detalle, los posters, los libros,
los aparatejos electrónicos, los muebles y el reluciente estuche. No sabía que
contenía, sin embargo, sintió emanar la esencia que las riquezas expulsan. Observó
a aquel que le destruía las escasas oportunidades de conquistar a tan bella
damisela. Allí, tendido entre la maraña de sabanas, con la espalda descubierta,
los brazos extendidos, las piernas revueltas, el trasero expuesto, y la boca
abierta, chorreando un hilillo de saliva, perdía el encanto escolar de los días
hábiles. Abre lo más que puede sus ojos maliciosos, escarbando con la mirada,
las fauces del chico dormido, sin ninguna fila de fantasmitas óseos. Trata de disimular su risa en sus labios
callados, traga esa burla que ansía despilfarrar, se queda admirando a ese
hombre en desarrollo. Victorino cierra la boca, y en un movimiento sonámbulo se
limpia la baba, se retuerce hasta quedar en la posición de los muertos, con las
manos en el pecho, una sobre otra. Ramsés, se levanta del suelo, después de la
farsa alarma, sabe que nada despertará al dormilón de sus ensoñaciones con el
amor, enfurece ante tal presagio, pero su ira se contrae en una ternura
indeseada. Ya no observa, sino, admira. El cuerpo delgado, en sus ligeros
músculos ejercitados, su morena presencia congelada en la quietud de un
durmiente; las manos suavizadas en la ausencia de las caricias, los labios
perdidos en el abandono. Inclina la cabeza sin percatarse, hasta quedar al filo
del contacto, olfatea el olor que desprende de su rostro, a hierbabuena, siente
sus dedos recorrer sin tocar el camino entero del ombligo hasta los bosques de
la serpiente, y ante el precio del beso se detiene estupefacto, se cae al piso
de la vergüenza que le trae la confusión. Teme despertar al resto de los
integrantes de ese hogar ajeno al suyo, toma en movimientos fortuitos la joyera
y se larga de la habitación por el agujero dónde provino, tratando de olvidar
las nuevas sensaciones.
Dentro
de esa pieza de caras caleidoscópicas, unos brillantes cuadrados contenidos.
Mira aquella sonrisa robada, de un dueño dormido, seducido en la inconsciencia.
Ramsés no sabe como rayos explicarse esa situación, porque no conoce el destino
sufrido por un Victorino más joven, más inexperto, más niño, fanático de los
chicles, con unas mañas alimenticias que aborrecía todo aquello que proviniera
de hortalizas, o que contuviera el fresco verdor vital de la naturaleza, por lo
que enfermó de una especie de escorbuto
que le votó los dientes de un sólo golpe inquisitivo. Vagando en la agonía de
vivir con los labios sellados, y las papillas en el almuerzo, admirando detrás
del escaparate de la tienda donde siempre iba, los chicles de uvas, de
frambuesas, con la delicia escurriéndole en los ojos delirantes, lloriqueando
su desgracia bucal, contando sus pesares al dueño de la dulcería, el señor
Cárdenas, antiguo dentista, con una mala fortuna en la medicina, y con un
negocio familiar de dulces, quien comprendió el dolor del niño sin dientes, que
le hizo tener esperanzas contándole de una fórmula que tiempo atrás intento
terminar, unas simples tabletas de gomas, duras como el mármol, sin que
pudieran ser mordidas, para en lugar de ello, morder con ellas mismas. Al
pequeñuelo le fascinó el utópico aparato, que le platico a sus padres, quienes
por el momento sufrían una crisis económica, sin la posibilidad de comprar una
dentadura postiza real, los convenció para que aceptaran que él fuera un
experimento; no les quedó más remedio que hacer feliz a su hijo entristecido, al
aceptar la oferta. Pero eso Ramsés no lo sabía, y ni lo quería saber, sólo se
preguntaba que haría ahora con lo que le robó, hablándose en solitario,
caminando en las calles inundadas de transeúntes con insomnio, en la noche vaga
de ese viernes transmutándose en sábado. Un letrero llamó su atención, rezaba: “Pruebe las delicias
masticables de los chicles arcoíris, una locura de sabores coloridos” Revisó
sus bolsillos en busca de menudo, sonó el tintineo de la morralla, y entró como
en su casa a la tienda de veinticuatro horas.
El
sonido del loro enjaulado mascullaba la insonora mañana, abrió sus ojos
cansados de dormir, asustado por la ignorancia del horario. Saltó de la cama,
en busca de la hora de algún reloj, algo le decía que era tarde, al menos para
el desayuno con Verónica, revisó los números digitales, aún faltaba media hora.
Se apresuró a bañarse, a vestirse, a peinarse, y los minutos se comían entre sí
en su hambre temporal. Sólo tuvo tiempo de darse una revisada en el espejo, sucio por la laca, agarró su mochila, metió su estuche, su dinero y se fue
volando en bicicleta hasta el malecón. Una esquina antes de llegar a su
destino, donde la pobre Victoria mecía sus piernas que le colgaba de la banca
de cemento, admirando el lejano mar, oliendo las aromáticas habladurías del
océano. Victorino se colocó la dentadura, acomodándosela con la lengua, buscó
un reflejo que le devolviera su peculiar presencia de pretendiente, los
vídriales de los negocios cubiertos por las cortinas anticiclónicas debido a la
temprana hora, sólo una borrosa ventanilla de un escarabajo le funcionó,
admirando su rostro al blanco y negro del polarizado, entonces siguió su camino
hasta donde la princesita le esperaba.
Bajó
de la bicicleta, la encadenó sin dejar de mirar a la joven que le saludaba
sentada con las piernas cruzadas en una pose de diosa azteca, palideció unos segundos
ante el nerviosismo de la primera cita, luego ahondó una bocanada de aires
frescos al interior de su diafragma y le saludó desde la lejanía con la voz
jubilosa. Se acercó, con los labios sonriéndole, la mirada ensimismada en una
timidez de fachada, con los ojos tratando de tragársela en una sola mirada. Se
dirigían de una vez al restaurant cuando Victorino no pudo contener las ganas
de sonreír con esas ganas de alegrar la tristeza universal. Lo bueno fue que su
sonrisa permanecía en su sitio; lo malo, porque supo que algo malo sucedía al
ver a Verónica fruncir el ceño con una extrañez poco habitual, fue que sus
dientes evocaban una mascarada tornasol, como un tablero de ajedrez pintarrajeado
con la sombra del arcoíris. Creyó cualquier cosa, hasta que le pidió una
explicación a su acompañante de la gracia de la situación; Verónica, algo
conmovida, buscó un espejillo en lo profundo de su bulto, se le entrego
temerosa al joven. Cada molar, cada incisivo, cada colmillo, cada muela, de
diferente color. Eso vio en el circunflejo arquetipo. De inmediato, como por
una fuerza brutal que quisiera ayudarle, cerró la boca, guardando esa broma sin
comprensión para él. Verónica sólo le miraba, esperando que sucediese una
explicación, pero Victorino, avergonzado, se alejó de la mesa, porque ya había
llegado hasta allí, huyendo de su amada, ella intento detenerlo de su brazo, la
inercia del jaloneo le quebró el pegamento de las encías, y escupió la
dentadura multicolor. La niña entonces comprendió que el sufrimiento de de ese
pobre niño le atormentaba. Victorino no supo que decir. Miró de soslayo a
Verónica, como pidiéndole perdón, como despidiéndose. Antes de que se le
escapara, Verónica lo detuvo, le expresó un amor sincero, y acto seguido se
quito el cabello. Asentó la peluca junto a la dentadura postiza. Ella, que de
pequeña sufrió un cáncer, maldiciéndola con un cabeza lampiña, se refugió en el
consuelo de la amiga de su madre, una estilista, que daba la casualidad de ser
esposa del señor Cárdenas, impulsado por los deseos de su mujer, fabricó una
cabellera capaz de resistir las lavadas, las peinadas, y el constante acoso de
las ventiscas, perfumada con el hedor delicioso de fresas vírgenes de que
estaban hechas las hebras que componían la maraña que cubría su calva.
Los
dos, expuestos ante los ojos burlones de la gente, sin sus disfraces
fantásticos, con los defectos desnudos, inundando la mañana del sábado en la atmósfera del sueño, se rieron, poco a poco, de sus desgracias, sentándose en las sillas, colocándose las falsedades, comprendiendo que su dolor antes
erradicado, resurgía malicioso, pero que lo sanaban con la presencia del otro,
y platicaron, gustosos de sus mundos encontrados; asechados, sin saberlo, por
unas pupilas tristes.
Desde
el lado contrario, a las afueras de donde desayunaban, Ramsés veía, igual que
si estuviera en el cine, cómo dos personas que él amaba se querían, ignorándolo,
sin siquiera pensar en su existencia.
FIN
Tienes mucha imaginación, este es muy bonito ^_^
ResponderEliminarEste relato es sensacional desde luego no te falta imaginación, recomiendo a todos que lo lean merece la pena.
ResponderEliminarUn saludo.