Recuerdo entrar a un
baño, un baño tallado en piedra, dentro de una cueva, con mil cubículos como si
fuera panal. Escuché las voces de mis compañeros de escuela, y seguí hasta el
fondo sin detenerme a comprender las palabras. Al llegar a la última pared, me
detuve; había un enorme hueco como ventana, con una preciosista vista al mar,
porque estábamos en la playa y yo había querido ir al baño. En aquel agujero
pegado al muro observé las diferentes tonalidades del océano, extremos más
oscuros, y secciones más claras y relucientes. En una de esas manchas de luz
acuática se transparentaba cuatro gigantes de piedra, inmóviles como si
aguantaran la respiración, carcomidos por las algas y la sal. Del fondo, el cual era imposible
divisar pero terrorífico de imaginar, nadaron hasta la superficie, esa línea
que divide el mar con el cielo, el agua con el aire, un par de mágicas sirenas.
Revoloteaban como niñas terrestres en la hierba líquida. La escena me envolvió
los ojos, y desee capturarla en una fotografía. Corrí fuera del lugar y al
salir, después de bajar tantos escalones, me di cuenta de que era un faro. Tome
la cámara fotográfica, salté al lugar correcto en busca del ángulo correcto, y
simplifique la imagen en un fotograma, pero ya no era lo mismo de hace unos
momentos, las sirenas se habían marchado, los gigantes hundido, y la luz
oscurecido. Regresé con mis amigos, y en mi frustración decidí remojar mis
huesos con pellejo en el agua para que se lavasen de sus malas vibras. Corrí
para clavarme dentro del mar, y me clavé rocas ocultas debajo la superficie
marítima, caí en un recóndito sitio con el tamaño justo de mi cuerpo y me espiné
con cosas que no supe que eran. Mi mejor amigo me levantó y yo escupí sangre
como un dragón escupe fuego.
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